lunes, agosto 21, 2006

De cómo campear la cocina húngara cuando estamos de viaje

por Sebastián Santos


Buena parte de los viajes que he estado haciendo fuera de mi lugar de residencia en los últimos años han estado guiados para satisfacer mis más profundos deseos afectivos con el universo de personas que en mi infancia o adolescencia fueron poco menos que hitos. La mayoría de las veces viajé solo, los viajes intercontinentales son algo caros y los precios suelen espantar.
Hungría y la banda húngara con la que me refriego resulta ser bastante más atrevida que la antigua de España y ahora mismo acabamos de volver de un intenso viaje por el “fin del mundo”. El miércoles volvimos de Argentina donde vive mi padre y mi abuela, junto con una preciosa bandada de primos.

El espíritu de patria húngaro, que ya hemos comentado en algún número del 15, nos hizo protagonistas de una coqueta exposición itinerante de Hungría que fuimos arrastrando por la Pampa y la Mesopotamia argentina. Entre los detalles que íbamos enseñando y a la vez repartiendo en cuanta casa visitábamos había cuadros, cerámicas, música, libros y por supuesto brillantes paquetes de pimentón, a los que presentábamos como pura y dura paprika.

Siguiendo esta línea de compensación, unión de lazos y orgullo de lo nuestro, en dos ocasiones mis compañeras de viaje nos halagaron con típicos platos húngaros. No sé exactamente qué es lo que se mueve en el imaginario de la húngara cuando se decide por uno u otro plato que muestre ser típico y a la vez enamore. Creo que esta vez la lógica estuvo marcada por la carne.
Durante todo el viaje la carne, la de vaca, estuvo más que presente en nuestra dieta, sobre todo en la versión asado, con la que recurrentemente nos recibían aquí y acullá. Así que al final pasamos de la curiosidad y la sorpresa por la cantidad y variedad de piezas de carne que se ponían a tiro, especialmente el universo de las vísceras de la vaca, a un boqueo intermitente pidiendo una pausa.
Los dos platos que las chicas ofrecieron al pueblo argentino fueron en la primera etapa de “oda a la vaca” un gulyás y en la segunda, la de “por favor abanicame con la lechuga” unas judías con albóndigas de requesón enloquecidas con eneldo.

El gulyás se dio en Posadas, la capital de Misiones, la provincia que se enorgullece de ofrecer las famosas Cataratas del Iguazú. En el palco de los críticos, en el test y la cata, estaban Lulú, Ulises y Pitu, tres maravillas misioneras que se desvivieron por atendernos y enseñarnos todos los colores de la provincia, llevándonos más allá del rojo ladrillo que lo cubre todo. Fue el 1º de agosto y la cuota de alcohol estuvo bien cubierta, con Syrah tinto durante toda la velada y la correspondiente copa de Legui, un aguardiente medio dulzón que se suele tomar en estas fechas como antídoto para la gripe y los males del invierno.

La imagen de la cena que me dibuja una sonrisa fue hacia las 2 de la mañana, cuando después 2 abundantes platos de gulyás por cabeza, en un exquisito y enloquecedor revés Lulú declaró con un delicado grito sapucai que venía el postre: una fondue de chocolate con frutas y al instante instaló en medio de la mesa todos los artefactos mientras Ulises acomodaba una multitud de platitos llenos de frutas. Nos pusimos las botas y el cansancio del turista terminó por evaporarse, por fundirse con el chocolate.

La comida estuvo bárbara, aunque las cocineras, Eszter y Kinga, insistían en que había faltado cierta precisión en la receta. Fundamentalmente echaron en falta el piros arany, una salsa de paprika que en Hungría se vende en un tubo rojo como si fuese una mayonesa o un dentífrico. Además nos volvimos a encontrar con el diferente uso de las plantas. Tal vez uso o simplemente resulta que las plantas se desarrollan de forma distinta por el clima y las cualidades de la tierra. En este caso quedó pendiente el apio y el perejil, pero no las hojas, que por allí son cosa común, sino los bulbos, que en Argentina no se usan, ni se dejan ver.
También faltó el toque mágico del picante, tanto el de la paprika fresca como el de la seca o la líquida, el famoso erős Pista.
Ellas compensaron el handicap con las hojas del perejil y el apio y el tema del picante con pimienta y algún otro tipo de ají que encontraron en el mercado, del que llamamos “putaparió”.

En el viaje en avión hablamos, entre película y película, sobre el tema y Kinga me remarcó que la cebolla también representó un punto crucial, allá por el sur era demasiado jugosa y sobre todo demasiado dulce.
De cualquier modo rompo una lanza por las dos hermosas cocineras que nos dejaron a todos pipones y llenos de sueños de ultramar.

El segundo plato, de la etapa de melancolía por los verdes, ya a punto de volvernos a Hungría, las judías con albóndigas de requesón enloquecidas con eneldo fueron un alto en el camino a través de las entrañas de la vaca. Esta vez fue en San Telmo, uno de los barrios más tradicionales de Buenos Aires y en casa de mi padre, que demostró no solo amor y cariño por nosotros sus huéspedes sino un nivel de tolerancia y atención dignos de mención Guinness.
La noche estuvo matizada por tinto Syrah otra vez (nosotros apostamos por lo seguro) y por Sauvignon blanc. El extra de alcohol lo puso un licor de dulce de leche que Eszter había comprado en San Ignacio y una breve cata de Fernet Branca, una especie de licor de hierbas, del club del Amaretto.

En este caso la imagen del placer y la gula fue la mezcla de satisfacción y angustia de mi viejo ante la imposibilidad de rebañar el pan en la salsa que había quedado en el plato. No es que fuese difícil la tarea, simplemente nos olvidamos de comprar pan. Una pena.
También este 14 de agosto faltaron cositas o no encontramos los equivalentes exactos. El túró fue uno de ellos. Las chicas usaron ricota, pero decididamente no es igual. En Hungría los derivados de la leche se procesan de forma diferente. Ni que hablar del añorado tejföl, que al final optaron por transmutarlo en queso untable, un rojo Mendicream. Querían mezclarlo con yogurt natural, pero aunque parezca raro, no pudimos encontrar, todos los que había en uno y otro súper de la zona tenían algún tipo de sabor incorporado.
La diferencia de consistencia entre la ricota y el túró la compensaron agregándoles un extra de avena a las albóndigas. Quedaron muy bien, tal vez medio densas.
El eneldo brilló por su ausencia, como en el anterior caso de los bulbos encontramos eneldo en semillas, pero no las hojas, así que la operación se decantó por un sucedáneo verde. Hicieron una mezcla curiosa entre orégano y romero.
El piros arany siguió faltando y las Juliska-bab, que en Argentina, según averiguamos se llaman chauchas de manteca, también hicieron campana. Las reemplazaron por judías verdes, de las redondas, no de las perona.

Haber llevado la paprika molida fue todo un punto y le dio a la cocina y al evento un aire real, como si el polvito ese fuese una especie de certificado de autenticidad. Para la próximo vez agregaría una dosis de paprika picante seca, fácil de transportar y de sabor punzante y a las luces reconocida.

¡Salud y buen provecho!

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