por Sebastián Santos
József László Bíró (Budapest 1899 - Buenos Aires 1985) es el prototipo del inventor. Un tío de aquellos imparables, autodidacta, obsesionado con sus inventos e inquieto.
Discurrir por su vida es un viaje al mundo de la creatividad, una pasión que arrastró consigo fronteras, familia y amigos.
Mantuvo desde sus primeros años de juventud, cuando abandonó la carrera de medicina, una autoestima envidiable y una confianza en sí mismo inquebrantable. Un inventor hecho y derecho, muy próximo, a la hora de definirlo, al buscavidas; como dicen en Hungría un personaje de aquellos que hizo de todo menos de ahorcado.
Logró guardar cierta formalidad e insistencia en sus estudios hasta que finalmente lo desbordó su temple y la tradicional mansedumbre de las Universidades de la época. Empezó el periplo como hipnotizador, llegando a trabajar en importantes hospitales en el servicio de anestesiología. Después de ahí dio pinceladas aquí y allá como despachante de aduana, corredor de automóviles, vendedor, escultor, agente de bolsa, periodista y sobre todo, y lo que me interesa: inventor.
Su más significativo y famoso invento fue el bolígrafo, la birome, como dio en llamarse en Argentina, pero también tiene en su haber una tira bastante larga de invenciones, como por ejemplo la lapicera fuente (1928), la máquina de lavar (1930), la caja de cambios automática mecánica (1932), un modelo de bomba incendiaria (1939), el termógrafo clínico (1943), un proceso continuo para resinas fenólicas (1944), un sistema para mejorar la resistencia de las varillas de acero (1944), el desodorante a bolilla (1945), un dispositivo para obtener energía de las olas del mar (1958) y un sistema molecular e isotópico para fraccionamiento de gases (1978).
Pero la verdad es que el tema del boli lo llevó de nariz toda su vida, ¿cómo conseguir que la tinta, encerrada en un estilizado tubo cilíndrico no se seque hasta que la pelotita la desparrame sobre el papel?
Lo que ahora es un accesorio normal y casi invisible, por lo cotidiano en nuestra vida, fue para Don José una empresa colosal, que lo hizo moverse inquietamente por toda Europa hasta finalmente montar en Argentina, con su hermano Gyuri y Juan Jorge Meyne, toda una fábrica dedicada a su mejora y producción.
Ser inventor, hoy y siempre, es no solo tener una mente lógica y creativa, sino también tener el don de la venta. Los inventos requieren tiempo y capital y para ello hay que seducir y convencer constantemente. Como dice Biro todo consiste en “darle a la ilusión un matiz de probabilidad”**.
Y en su incesante ir y venir de invento en invento, y siempre con el boli entre ceja y ceja, fue fiel a esta frase y arrastró consigo a múltiples personalidades de las finanzas, de la política y de la ciencia. Vendió la caja automática a la General Motors, trabajó en los talleres militares franceses, llegó a Argentina de la mano del presidente Agustín P. Justo y recibió apoyo financiero de empresarios como Luis Lang y Herry Martín en Argentina, o del checo W. Clymes en sus primeros comienzos en Hungría.
El zapatazo final para el boli lo dio con la venta a la Fuerzas Armadas Estadounidenses, en 1945, de 20.000 unidades de un modelo especial que soportaba altas altitudes. A partir de ahí le llovieron las ofertas y finalmente vendió la patente americana a Eversharp-Faber por dos millones de dólares, y en Europa, a Marcel Bich, por otros tantos.
Pese a todo lo antes dicho la autoría del bolígrafo, patente más patente menos, es como la de tantos otros inventos, colectiva. La idea original no fue de José Ladislao sino, tal como él mismo aclara, de su padre, quien había desarrollado un modelo rudimentario.
Una vez que se presenta en la Exposición Universal de Budapest de 1931 el invento se empieza a mejorar en varios sitios. De hecho a la birome la preceden los modelos alemanes Exakt y Stratopen, aunque la medallita es de Don José, no cabe duda.
Por otra parte Biro no llegó a producir a bajo costo la birome, esto fue obra de los talleres Bich de Francia.
De ahí que cuando en círculos medianamente cosmopolitas surge este tema, cada uno barre para su casa y todos con justa razón, unos haciendo hincapié en la financiación, otros en los primeros modelos y otros en la modernización y abaratamiento del boli.
Aunque la discusión no suele terminar aquí, porque una vez que se consesúa la autoría de Biro, surge la cuestión de su identidad nacional. Este número de El Quincenal es un claro reflejo de ello, todo un alarde de nacionalismo. Según la Editorial Biro era húngaro porque nació y vivió en Hungría hasta 1939. Lamentablemente la Segunda Guerra mundial y el avance de los nazis lo revoleó en lontananza hasta aterrizar en Argentina, donde vivió hasta su muerte.
De ahí que los argentinos lo consideren suyo y más aún lo consideren “su gran inventor”. De hecho el 29 de septiembre, fecha de su nacimiento, es en Argentina el día del inventor e incluso la Asociación de Inventores de Argentina tiene su sede en la Escuela del Sol, propiedad de la hija de Don José Ladislao Biro, un centro escolar alternativo en el barrio de Belgrano de Buenos Aires. Por supuesto en Argentina, desde 1999, también existe la Fundación José Ladislao Biro, que fomenta, patrocina y asesora a inventores.
Personalmente creo que Biro se definía unívocamente como argentino. Nunca más regresó a Hungría y aunque en sus primeros años ayudó a muchos inmigrantes a ubicarse en el nuevo territorio poco a poco fue perdiendo contacto con su tierra natal.
De hecho el libro en el cual él relata la historia de la birome y con ella su biografía está escrito en castellano y posteriormente traducido, por otra persona, al húngaro.
Biro asume que ha perdido, que la Gran Guerra le ha robado, su identidad húngara, tal como dice en su libro:
“El nacionalismo había enloquecido a Alemania, y ya se había apoderado de Austria. Me sentía identificado con el destino de mi país, pero sabía que tarde o temprano, como tantos otros compatriotas de aquel entonces, tenía que optar por el exilio. “Quiero ser húngaro, pero no me van a dejar que lo siga siendo”, solía repetirme. Tenía 37 años, estaba casado y era padre de una niña de 4 años.” (1975,15-16)***
José Ladislao Biro fue un gran inventor, un obsesionado con la pelota que movía la tinta, que movía el desodorante y que movía tantos otros inventos que generó. En el argot argentino podría definirse como un ejemplo sublime de boludez o de pelotudez; y en Hungría igual, un cabeza de pelota (golyófej), un tonto del culo. Lo mágico de su historia es que tiene que haber cierto espíritu atrevido, e incluso por momentos estúpido, en tanto socialmente despistado, para hacer brotar cosas nuevas y destapar el inimaginable.
En sus últimos años, este brillante atrevimiento lo llevó a trabajar en la Comisión de Energía Atómica Argentina. Investigaba un nuevo procedimiento para el enriquecimiento de uranio. Él mismo lo decía sin cesar: “Muchas ideas brillantes se les han ocurrido a personas que jamás habían trabajado en el ramo al que pertenece su invención”**. Era un ser lógico, práctico y con duende, no hay duda.
* Imagen: Zsigmond Bödők (2004) "Magyar feltaláltók a nyomdászat történetében". NAP, Dunaszerdahely.
** Notas para inventar. Oni escuelas. Página web, 3 de mayo de 2006.
*** József László Bíró (1975 [1969] ”Csendes forradalom, a golyóstoll regénye”. Kóródy Tibor&Pálfi Lajos, Budapest.