Salimos de casa después de comer con la tranquilidad angelical del eterno turista después de mirar la programación para el día en internet. Era un día precioso, soleado y primaveral. En Hősök tere tenían todo listo para inaugurar el nuevo monumento del 56 y además había unas instalaciones rotatorias recordando a los mártires de la revolución. Más abajo, en Andrássy a ambos lados de la calle había camiones y buses de la época. La gente se subía y se hacía fotos. Incluso llegamos a ver algún tranvía realmente viejo circulando por Oktogon y alguna moto vetusta-vetusta subiendo y bajando por la avenida. Una tarde de helados, patatas fritas con ketchup y terracitas.
El clima, al menos el mental, se empezó a enturbiar cuando llegamos al Corvin. Allí, justo frente al cine, había montado un escenario y hablaban frente a un grupo grande y compacto que llegaba hasta la calle. Ni idea de qué hablaban, lo que me llamó la atención, además de las consabidas banderas con el símbolo monárquico en el medio y las blancas y rojas rayadas recordando el escudo de Árpád, fueron la cantidad de skin-heads que había. El look era de lo más internacional, bomber, pantalones negros, Martins y cabezas rapadas. Como todo símbolo, un mapa de la Gran Hungría. A mi me dan “cosita” esta gente, pero he de decir que no hubo ningún incidente, ni siquiera malas caras. Una concentración tranquila.
La esquivamos y nos fuimos a un museo precioso que habían montado al lado del cine y que juntaba cientos de objetos de la época. En las calles próximas y en la plaza del fondo, que está en obras, había tanques y anti-aéreos donde los niños se subían y se hacían fotos. Era una extraña, aunque agradable, composición de rebeldía. Me hubiese gustado subirme a mi también, pero otro era el lugar donde los adultos se subían.
Ya ahí escuchamos gente hablando por móvil, que comentaba que había movida en Arany János utca con Bajcsy-Zsilinszky. Unos decían que andaban a los piedrazos y otros que la policía estaba tirando con el cañón de agua.
No le dimos mayor importancia y seguimos el tour hacia Astoria a ver cómo iba la concentración del Fidesz.
Ahí, ya estarían por dar las 6 de la tarde, cambió el color de la celebración. Abajo, en el metro, nos lloraban los ojos por los lacrimógenos, pero igual subimos a Deák tér. Siempre es mejor ver las cosas por uno mismo y no por los dudosos medios de comunicación de masas.
Arriba habían montado todo un festival. Justo donde estaba la boca del metro había una larga barricada con piedras, con un tanque y un camión de los años de Montoto. Después alguien comentó que eran unos, que como en Corvin, tenían en exposición cerca de ahí.
Al otro lado y bordeando la plaza había una compacta hilera de policías de choque. De un lado venían los gases y de otro las piedras.
No quisimos abusar de nuestra suerte y tampoco tuvimos tiempo de evaluar nuestro compromiso político. Así que volvimos a bajar, pero el metro ya no paraba en Deák, pasaba de largo.
Buscamos otra salida y nos fuimos por una calle lateral que también estaba blindada por policías. La gente que se alejaba los insultaba y los azules hacían gestos con las manos invitándolos a acercárseles, supongo que para darles de hostias.
Nos alejamos todavía llorando, decididos a ver el Parlamento. De ahí en más caminamos y caminamos eternamente. Toda esa parte de la ciudad estaba cortarrajeada por columnas de policías. Al Parlamento, por supuesto, no pudimos ni llegar y después, cruzar Bajcsy-Zsilinszky para volver a casa tampoco fue fácil. Tuvimos que hacer una parada estratégica en un bareto que aguantaba la movida y ofrecía ánimo y bebida a los náufragos como nosotros que deambulábamos por la ciudad.
En Oktogon conseguimos coger el metro amarillo, precioso, y nos bajamos otra vez en Hősök tere. Ahí estaba Gyurcsány y los famosos 50 jefes de estado. No puedo decir que era una celebración popular, más bien elitista y alejada de la gente de a pie. Alrededor del monumento había un gran cordón policial y dentro una banda militar tocaba sin cesar y otros tantos militares con la tira de banderas marchaban orgullosos.
Un buen grupo de los que miraban, colgados de las vallas de contención, silbaba, tocaba matracas y gritaba: “¡Gyurcsány, vete!”. También es verdad que otros los hacían callar. Eran las 7.30.
Tenían todo cortado. Para volver a casa sin comernos la parafernalia de la inauguración, tuvimos que dar una inmensa vuelta alrededor de Dózsa György. Por suerte nuestra querida hamburguesería estaba abierta y nos manducamos un par de dobles con queso.
Cuesta tomar partido ante estos hechos. Es una situación exigente y muchos ya han optado por volver a la apática generación “x”. La media insiste en los 200 millones de daños ocasionados a la ciudad, el mal comportamiento de algunos manifestantes y la mala reputación que esto implica para Hungría. A mi modo de ver no es un problema, sino un síntoma de un gobierno que no logra consensuar su política y de una oposición oportunista.
El malestar social es un hecho y la falta de alternativas políticas derivan las opiniones hacia la violencia callejera o hacia la abulia política.
Espero que disfrutéis con esta colección de artículos de “La casa, esta revuelta, en el 50 aniversario del 23 de octubre de 1956” y que os animéis, quienes viváis o hayáis vivido en Hungría a escribir en las próximas ediciones. Solo tenéis que enviarnos un e-mail y os contestaremos a la brevedad indicándoos formato y tema.
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