domingo, noviembre 12, 2006

La zanfona peleona de Pablo Lerner

por Sebastián Santos


La alegría que desprende Pablo al tocar la zanfona solo se puede comparar a la sorpresa y al éxtasis que produce en el que como yo, esta primera vez, tuve el placer y el honor de poder escuchar. El marco no podía ser ni más bohemio ni más profundo.

Cuando salí de su casa no sabía donde estaba, tampoco me importaba, y caminé bajo una lluvia intensa, molesta y desconsiderada hasta que de repente me vi bajando las escaleras del metro, en Arany János, cegado por las luces.

Decididamente hay en este músico algo extraño, algo de personaje imaginario. Incluso a veces pienso que es algo así como un duende. No lo llego a tener muy claro por la aparente naturalidad con que aparece y desaparece. Puede materializarse en una parada de bus, en la puerta de un teatro, incluso en tu lugar de trabajo. Llega, eso si, siempre vibrando, mezclando frases de amante apasionado, padre sufrido, esclavo hastiado y bestia en celo. Dice todo aquello que uno no se atreve a decir. Se abre al medio como un augurio y te deja ver en lo profundo de un alma que perfectamente puede ser la tuya. No habla, golpea, insulta y es capaz de meterte la mano hasta la campanilla y retorcértela. Claro, todo esto con movimientos tan rápidos y bien articulados que es imposible darse cuenta. Eso es magia.

No podría repetir ni explicar el camino hasta su casa. Sé que es en algún lugar cerca de Oktogon, porque nos encontramos en la puerta del Burger King. De ahí en más subimos y dimos vueltas. Yo me dejé llevar. No pasó mucho tiempo pero de golpe estábamos escondidos en un bulín, probablemente en las profundidades de ese árbol invisible del que habla Sándor Márai, que atraviesa la ciudad hasta orillas del Danubio y que solo se puede ver cuando la música o el ruido de los tanques es lo suficientemente intenso.

Y a Pablo lo tendríais que haber visto galopando en la zanfona mejor aún que el llanero solitario. Y yo era Toro, lo tenía clarísimo. Lo acompañaba deslumbrado. ¿Dé dónde podía sacar ese ritmo gritón y distendido, si entre sus piernas no había más que una especie de violonchelo arrepentido? Ahí se movía todo, por adentro y por afuera. Se balanceaba en un banquito rojo, le daba a la manivela, e incluso, en la apoteosis, hasta llegó a cantar. Una cosa gutural, indescifrable para mi oreja descompuesta. No había palabras. Hablábamos de música.

La sorpresa fue doble. Duplexa por descubrir que el duende del que hablo además de mágico y reflexivo petardo era un virtuoso de la música. Él explica su intensa vivacidad fruto de manotazos de ahogado. Se queja de su larga y consecuente enfermedad, de los traumas de niño y de lo pesadas que son las frustraciones, la muerte de los sueños.

Si bien la música es un hilo conductor en su vida, desde el canchengue murguero de Buenos Aires, Montevideo o San Pablo pasando por el incomprendido estudiante de acordeón de la Universidad de Tel Aviv o al aplicado y sumiso zanfonista de la Escuela de Folclore de Buda, también hubo una época en que vivió el sueño de un pueblo.

Siempre repite aquello de sacar a los judíos de la diáspora y la diáspora de los judíos y de cómo se dio de narices frente a una guerra llena de fascistas. “No odiaba a los árabes y eso era un verdadero problema”, repite cuando explica por qué dejó en 2002 Israel.

El caso es que su genialidad, venga de donde venga, permite colocarlo en el espectro de la música de Hungría como un referente del sincretismo musical. Es un músico hábil, ingenioso y creativo que ha logrado descubrir en la zanfona los ritmos bailongos del profundo nordeste de Brasil. Él explica, para hacerla corta, que lo que hace es reproducir en la zanfona el forró, el bahiano, el maracatú y el aboio, por mencionar unos cuantos ritmos brasileros. ¡Magistral!

En Brasil para estas músicas utilizan la rabeca, el llamado violín brasilero, simplón, gritón, llorón, pero peleón hasta las últimas, como el que te jedi. Normalmente se acompaña con triángulo o zambomba, cosa que Pablo rechaza para su querido tekerőlant. Pero no solo es de destacar sus preferencias a la hora de combinar al gordo con otros instrumentos, sino que además lo usa de manera diferente. Por ejemplo ¡y alabados seas, hermano Pablo! se permite jugar y descubrir ritmos con la manivela, escapando de la monotonía depresiva de los clásicos del Alföld como Mihály Bársony.¡Y esto solo usando una de las cuatro cuerdas de la viola!

También tiene detalles que lo hacen tierno y conocedor de las pequeñas alegrías de la vida, como aquel papelito que nivela la altura exacta por donde debe rozar, en erótico meneo, la que grita. O el algodón, que la rodea dando la segura, hecho del de un tampón, “el mejor porque es más elástico y flexible”, asegura el diestro.

¡Qué menos que recomendable! Lo que sí es que habrá que quedar atentos porque él, en su nueva búsqueda personal, está por dejar la ciudad camino de Gödöllő, donde promete dedicarse al cultivo de la tierra.

Web de Pablo Lerner:
Pablo Lerner tekerőlantos Budapest

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