por Sebastián Santos
Las movilizaciones del último año han vuelto a dar significado a la simbología del espacio en Budapest. La discusión se ha servido en la media-mesa húngara cuestionando, desde el vamos, el sentido de la movilización popular. El Fidesz ha capitalizado las calles, haciéndolas patrimonio de la derecha. Los socialistas, por su parte, en un insistente y pedante ejercicio de poder, insisten en el aspecto barriobajero y chabacano del escándalo público.
La derecha se moviliza el próximo 15 de marzo desde el Danubio hasta Blaha Lujza, todo recto por Kossuth Lajos. La izquierda opta por una sobria y estática-multimedia ceremonia en la Plaza de los Héroes.
Los símbolos en asfalto de antaño se mezclan esta vez con las movilizaciones del año pasado. El triángulo Deák tér-Astoria-Erzsébet híd saca humo. No hay más que mirar los nombres de calles y plazas de la zona para darse cuenta que por ahí algo pasó. Fue en 1848, y no hay más que preguntar a cualquiera al pasar para enterarse de quién fue aquel de la Plaza o la calle Petőfi o de dónde viene ese 15 de marzo de la plaza junto al río, al lado de la iglesia. Está en el imaginario popular. Lo han mamado hasta cansarse, en la escuela y en la prensa. Incluso durante el comunismo siguió reivindicándose porque es parte del gran levantamiento que hizo tambalear, de lado a lado, Europa en el XIX. Esto no fue París, ni ahí; pero mamó de la calle, de los gritos de cambio y renovación. No tuvo en absoluto carácter obrero. La revolución húngara fue netamente burguesa y nacionalista. Luchaban sobre todo por librarse del yugo austríaco, eliminar los privilegios de la aristocracia y mejorar el techo de la libertad de expresión.
Como en tantas otras versiones revolucionarias de Hungría, y zonas aledañas, lo del ’48 fue parido en un bar por un grupo de estudiantes radicales. Digamos que comparte la fantasía del imaginario revolucionario moderno. Aquello de que un grupo de iluminados vanguardistas encienden la mecha que estalla en revolución. Lástima que a veces no funciona. En el caso húngaro duró un año y después los pasaron a todos por la piedra. Sándor Petőfi, el famoso líder de aquel 15 de marzo, fue fusilado un año más tarde con tan solo 26 años.
Un pequeño grupo salió del Pilvax, una tradicional y burguesa cafetería, hoy también hotel y restaurante, muy cerca de Ferenciek tér. Tiraron dirección a la Universidad, hoy ELTE. En el cruce con Hatvani, justo frente a la famosa imprenta “Landerer y Heckenast”, donde imprimieron en la clandestinidad los primeros manifiestos y aquel famoso de los 12 puntos, “¿Qué quiere la nación húngara?, y la “Canción nacional”, dicen que ya se les unieron unos cuantos más. Doblaron por Kecskemét, pasaron por Kálvin tér, y frente al Museo Nacional leyeron puntos y proclamas varias. A estas alturas eran varios miles de personas. En el ardor del discurso decidieron ir al Castillo para pedir la libertad de Mihály Táncsics. Y fueron nomás; y sin derramamiento de sangre lo consiguieron. Es un cuento de hadas revolucionario, que si hubiese terminado ahí sería manual “por un mundo mejor”.
Intentar seguir hoy el recorrido del tumulto de aquellos días es imposible. Ese rincón de la ciudad ha cambiado muchísimo. A fines del XIX toda esa zona fue reestructurada. Calles y edificios desaparecieron y aparecieron otros nuevos. Hicieron la gran avenida, Kossuth Lajos, pusieron las Clotildes y tiraron el ayuntamiento; incluso movieron unos metros hacia el Lanchíd la iglesia de la plaza 15 de marzo. La zona ha quedado irreconocible para un viajero del tiempo sin instrucción histórica, pero todos sabemos que ahí pasó algo gordo. Y por eso no es descarado pararse en una esquina, cucarachear en el aire y esperar a descubrir la marca del tiempo.
OK. Difícil encontrar marcas viejas, pero nadie se ha olvidado todavía de las pedradas y los achuchones de la policía entre el puente y Astoria en octubre pasado. Y mezclando las dos historias se me ocurre pensar en aquella Barcelona de hace unos años, protestando contra alguna cumbre mundial y la gente escapándose de la policía entre las callejuelas del casco antiguo. Aquí no pasó así. Todo fue mucho más frontal. Bien porque la policía no apretó hasta el final o bien porque los manifestantes estaban algo más caldeados. No puedo tener menos que curiosidad por ver cómo se comportan unos y otros el próximo jueves. Yo cada vez veo más cabezas rapadas en la ciudad, pero también es verdad que la policía ha quedado muy escarmentada por los abusos del aniversario del ’56.
Del cuentito lo que sí queda, tal cual, es el Pilvax. Sobrevivió a la represión de los habsburgos, a un par de guerras mundiales, y con los comunistas se mantuvo prestigioso. Tanto que quedó inmortalizado en un hermoso poema a dos manos entre Neruda y Asturias publicado en el ’65 en Comiendo en Hungría: “Pilvax y melancolía”. Es algo así como una oda a la sabrosa y abundante cocina húngara, que para los autores nada tenía que envidiar a las delicadezas del occidente capitalista.
40 años después de esta pasadita poético-gastronómica por Europa Oriental, el Pilvax no es lo mismo, o no transmite ese poder empalagoso revolucionario de otros tiempos. Hoy el complejo hotel-cervecería-restaurante está abandonado y solo. Si alguna vez fue una parada obligada, hoy es un páramo. El restaurante está reservado exclusivamente a los clientes del hotel, que por ser contados, lo mantienen prácticamente vacío. Funciona, para el pópulo como un museo. Con apenas un guiño al camarero-filtro de turno se puede entrar y echar una mirada a los muebles y alfombras viejas que lo decoran. Hay unas cuantas pistolas y lo más interesante tal vez sea el original de los 12 puntos de Petőfi, que arrugado y con agujeros, todavía se conserva legible.
En la cervecería se puede tomar algo e incluso comer o cenar. No está muy mal y los precios superan un poco la media pero son accesibles. La última vez comimos y bebimos 4, ciertamente de manera frugal, por unos 13.000 forintos. La majestuosidad de la entrada y la vista exterior del aristocrático y vetusto restaurante no adelantan información sobre la cervecería, digamos pública. Es una ratonera, coqueta y con olor a viejo. Intenta mantener lo que supuestamente esperan los turistas: atención privilegiada y música en vivo. Los instrumentos son los obligados: un címbalo, un contrabajo y un violín. Y los músicos esperan discretamente una señal positiva de los clientes que les permita acercarse sin molestar. Y la comida, pese a anunciarse suntuosamente la destacada labor del chef András Domjan, es entre pobre y normalita. Superable en más de un bodegón de la ciudad o alrededores ¡La ensalada César estaba definitivamente horrible!
Es que a mí me hubiese gustado sentir el poder, sentirme Luke Skywalker, el hijo de Anakin, y sin llegar a hacerme el jedi, saltando de mesa en mesa, recibir el estímulo de las glorias y héroes del pasado y escribir como Neruda o Asturias alguna alegoría culinaria, mancharme la camisa de vino, discutir acaloradamente, mirar los techos altos y sentirme volar. Pero fue una comida y sobre mesa de lo más controlada. Como limpiafondos de pecera nos quedamos atrapados en el rincón, mirando dos veces la carta para no caer en el atrevimiento vano de un precio sideral, y vigilados por la música que hacía las veces de cortina sonora para mantenernos bien a raya pegados a la pared. El camarero, en una especie de repliegue de defensa de básquet, o tal vez simplemente fruto del aburrimiento, quién te dice, una y otra vez nos hacía la pared presentándose raudo preguntándonos si ya habíamos elegido o si queríamos dejar los abrigos en el guardarropa.
Esa noche, en la peatonal Pilvax köz, del distrito 5, el Pilvax no fue lo más interesante. Mucho más fue la montaña de trastos amontonados desordenados en la esquina con Petőfi. Había cientos, sucios y chorreantes. La recogida de basuras es un espectáculo, no por los espontáneos como yo, que tocamos y miramos con asquito, sino por los profesionales que llegan con guantes, carros, coches o furgonetas dispuestos a llevarse lo mejor de cada casa.
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