lunes, marzo 20, 2006

Los muertos no se ven ni se recuerdan. Solo se huele a culpa

por Sebastián Santos



Acierto a escribir cuatro líneas sobre el enjambre de confidentes, delatores, soplones, chivatos, botones y alcahuetes que construyeron el Socialismo a la Gulasch después del levantamiento del ’56, sin considerarme un especialista, ni mucho menos, sino después de haber leído, con gran dificultad, todo hay que decirlo, algunos artículos en las ediciones del Népszabadság del 26 de enero al 4 de febrero de 2006, y posteriormente haberlos comentado con amigos y conocidos en casa, en el trabajo y en los bares.
El caso en concreto que me llamó la atención fue el del famoso director de cine István Szabó, muy conocido por aquella “Mefisto”, Oscar a la mejor película extranjera de 1981; aunque también tiene en su haber otras importantes, como ser el Coronel Redl, Conociendo a Julia o Sunshine.
A finales de enero en el “Élet és Írodalom”, un semanal literario, un tal András Gervai, crítico de cine, que estaba haciendo una investigación en los archivos estatales sobre los delatores en el anterior régimen, denunció que Szabó había trabajado, entre 1957 y 1963, como confidente de los Servicios de Inteligencia Húngaros, aquí conocidos con la sigla AVH, la “abeja”, dependiente del Ministerio del Interior. Como podréis ver utilizo cuanto truco nemotécnico se me pone a tiro para fijar vocabulario.
Aparentemente, igual que en otros modelos dictatoriales, el Comunismo Húngaro se caracterizó por la abundancia de papeles e instancias burocráticas, con lo cual Gervai pudo ver y presentar varias de las notificaciones periódicas que Szabó había entregado a sus superiores describiendo las actividades de las personas que tenía que vigilar. Además Gervai explicó que Szabó pertenecía a una de las secciones más importantes del aparato de confidentes, la famosa III/III y que firmaba todo los documentos con el seudónimo de Endre Képesi.
No tiene el menor criterio científico que yo, a partir de unas cuantas lecturas, relacionadas todas ellas con un caso concreto, el de nuestro famoso cineasta, pueda dar una opinión formada de la red de espías internos en Hungría. Pero me emociono en el discurso porque lo tomo como un estudio de caso y espero que mi opinión pueda servir para que, junto a otras, más especializadas, alguien pueda elaborar una conclusión de peso. Como diría uno de aquellos innombrables, de la lejana Dictadura Argentina: “Por lo menos, así lo veo yo.”

Culpa. El peso de la culpa es la herencia que veo reflejada en el discurso de la calle y muy especialmente en las películas de Szabó que he tenido oportunidad de ver. ¡Qué ejemplo más angustiante el de su Mefisto, que muy lejos del de Fausto, no hace más que disculparse por haber abandonado la ética e intenta constantemente trampearse, sumergiéndose en una actuación dramática e ininterrumpida, que al final lo convierte en un flan de contradicciones, que se regodea, perversamente, en los aplausos que llenan los suntuosos teatros de la Alemania Nazi!
Pero se trata de una especie de culpa roñosa, de esas que se aguantan por inevitables. Incluso hoy, muchos de los que no han participado en ese entramado, por ser jóvenes, no se atreven a criticar a la generación pasada, incluso opinan que esas fueron las reglas de juego y que cada uno las jugó de la mejor manera que pudo. El arte le saca una cabeza larga a la ética.
La culpa, en definitiva, se descarga por varios medios. El primordial en este caso, como declara Mefisto en la película es el “Soy un artista. ¿Qué pretendéis?”. Szabó, después de haberse publicado en el “Élet és Írodalom” la denuncia, declaró que aceptó ser delator para poder seguir estudiando para director de cine. En realidad dice más cosas. En febrero del ’57 lo detuvieron junto con otros tres compañeros durante tres días y lo “obligaron” a aceptar estas diligencias para así salvar a un compañero de carrera, un tal Gábor Pal, que había participado en el sitio de la Plaza Köztársaság de octubre del 1956. Los soviéticos arrasaron el lugar y a los que no pudieron detener en su momento los rastrearon a partir de las fotos y películas que de los hechos se habían registrado. Parece ser que Pal estaba en alguna de estas fotos.
El caso es que Pal siguió estudiando y después haciendo cine sin mayores problemas. De ahí el patético gran orgullo con que Szabó justifica su trabajo como besugo: “Estoy agradecido del destino que me ha tocado vivir y me siento orgulloso de lo que he hecho”, declara en la edición del 26 de enero al Népszabadság.
La actitud de Szabó es pretenciosa, como bien dice László Eörsi, quien echó por tierra el discurso de Szabó diciendo que, ni la persona que sale en la foto en cuestión es Pal, sino alguien que actualmente vive en Australia, y además que si Pal hubiese estado involucrado en los hechos de octubre del ’56 habría sido detenido y fusilado como el resto.


Esta culpa, que lo cubre todo, se puede ver en el cargo de conciencia que sumerge a los personajes de Szabó pero también en la sociedad en general, donde se critica con temor y medida y ni hablar de pedir castigo a las personas que colaboraron estrechamente con la Dictadura Comunista. La "maldita" se alivia con las correspondientes dosis de inevitabilidad y orgullo que antes mencioné, pero también minimizando los hechos.
Por un lado parecería ser que ninguno de los informantes dio datos que inculpasen a sus potenciales víctimas. István Szabó, al igual que Zsolt Kézi-Kovács, ambos compañeros de clase y delatores, declararon en una Conferencia de Prensa, dada en el Teatro del Millenáris, un parque cultural inmenso, moderno y muy bien previsto de Budapest, a principios de febrero, que se limitaron a escribir banalidades y que ninguna de ellas perjudicó a nadie. Cabría aclarar que estas declaraciones fueron rebatidas por varios investigadores que explican que no fueron tan innocuos los documentos y que además fueron utilizados como chantaje, para reclutar nuevos agentes.
Sorprende que se permitan el lujo de minimizar la represión soviética, amparados en la fama que han ido acumulando durante el régimen y en esa apariencia de viejitos angelicales. Ya todos deben andar por los 70 años.
También es verdad que cuando aquí se habla de represión y consecuencias de los soplos que fueron dejando los confidentes, no se habla de muerte, ni de torturas, como en otros procesos post-dictatoriales, sino de problemas de promoción social y continuidad laboral, como si a partir de 1956 los húngaros hubiesen quedado excluidos de las penas que se relatan en el Museo del Horror de la Avenida Andrássy o en los campos de concentración soviéticos que caracterizaron al sistema.
Esto, sumado al discurso naturalista, vacío, naif y a veces incoherente, da como resultado que se reconozca el fantasma de la culpa, pero como de una propiedad ajena, como propio de un inconsciente colectivo que diría Jung y no de personas concretas que atentaron contra la vida de otras.
Y finalmente la culpa queda delicadamente subyugada por el marco institucional. Según marca la ley, la única limitación, porque no es pena, que tienen las personas, y no todas, que fueron delatores durante la era comunista, es la de no poder acceder a cargos públicos de dirección. Justamente las que actuaron dentro de la Sección III/III, como István Szabó, quedan incluidas en esta categoría. Lo curioso es que constantemente salen denuncias del incumplimiento de esta ley, al sacar a la luz que tal o cual persona, que fueron confidentes, ocuparon posteriormente, durante la etapa capitalista que vivimos, cargos públicos. Los casos son múltiples e incluyen, por ejemplo, primeros ministros o directoras de radio.

Con el transcurrir de los años cada país ha desarrollado diferentes estrategias para pasar de un sistema a otro, especialmente de aquellos tildados de dictatoriales a otros democráticos. En muchos de ellos la impunidad, en distintos niveles, es una constante.
El caso húngaro es un ejemplo del uso de la impunidad en el proceso de transición democrática. Las constantes denuncias de confidentes, delatores, soplones, chivatos, botones y alcahuetes que construyeron el Socialismo a la Gulasch después de los levantamientos del ’56 no pasan de ser un ejercicio terapéutico, una catarsis colectiva de la clase media, que supongo se acabará cuando se acabe el verbo.

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