lunes, marzo 26, 2007

Reventó el frágil y cambiante universo de las traducciones

La mesa cojea. El laberinto se inventó otro camino sin salida. Se le perdió la tapa al boli. Entró un virus en el ordenador. Miro con miedo como las hojas de la planta se van poniendo cada vez más amarillas. Insisto en dibujar con un rotulador gastado. Está nevando y estoy desnudo en medio de la isla Margarita. Tengo frío. Tengo mucho calor. Acaban de inventar un dolor nuevo solo para mi.

Pasados los picos de mortalidad por accidentes de tráfico en jóvenes varones de entre 20 y 25 años, nos relajamos con la certera estadística que aguantaremos hasta por lo menos los 60 cuando nos sorprenda algún cáncer o una buena embolia.

La muerte de Eloi Castelló jode muy especialmente por su juventud. ¿Nos tenía preparadas muchas más cosas o se quemó todos los cartuchos en la seguridad de una vida corta pero intensa? ¿Acaso reventó finalmente el delicado universo de las traducciones entre Hungría y España? ¿Nos empachamos de Hungría? ¿El nen de Tàrrega se fue de rosca? ¿Qué significa esta absurda muerte?

Desde el 28 de febrero todo han sido elogios. Elogios a su obra como traductor y elogios a su persona como estimulante compañero y amante. Del que se va así, de sorpresa y sin despedirse, dejando el patio lleno de globos de colores, no se puede pensar menos que se trató de un mago. Una especie de hombre-volcán, que nos arrastró en vida y nos levanta ahora en incandescente lava. Muerte-trampolín. Picar y saltar. Saltar a la lectura de alguna de sus hermosas obras, escribir, viajar, enamorarse desesperadamente. El reflejo de Eloi, una traducción mágica de sí mismo, como el reflejo del árbol de los duendes del Millenáris Park, hoy inunda hasta el más pequeño charco de Budapest. Estimularse con su recuerdo es tan fácil como hacer burillas y lanzarlas al aire.

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