viernes, mayo 18, 2007

La sangre de la guerrera

por Ricardo Izquierdo Grima

Resulta, cuando menos curioso, y así ocurrió en España, que la movilización social por la supresión del servicio militar coincidió con la reivindicación de la mujer por poder ingresar en las fuerzas armadas. Si esto último se logró, más que menos, por el impulso de la clase política y por resoluciones judiciales favorables a los recursos de las solicitantes; lo otro, la supresión de la “mili”, lo fue por la fuerte movilización de grupos pacifistas que se produjo a partir de 1989, y ante la que el Estado empezó a ceder. Al principio, seguramente, porque el poder político tampoco hacía ascos a un antimilitarismo social que le tranquilizaba ante cualquier posible hermanamiento sociedad / ejército que siempre puede ser germen de golpes o revoluciones.

El servicio militar obligatorio, a principios del s. XX, representaba un logro democrático, sustituyendo a la ignominia clasista de “la redención a metálico de la suerte del soldado. Esta idea pervivió prácticamente hasta 1989, en que a raíz de la contestación de los grupos pacifistas hasta los dadores de doctrina que lo habían justificado por escrito, comenzaron a mutarla, no por un reordenamiento o evolución de sus ideas, sino por el siempre presente en España “complejo de la caverna”(temor a ser tildado de reaccionario y retrógrado).

Así las cosas, durante una década, pervivió en España una afrentosa desigualdad para el varón. Se había puesto ya fecha a la supresión de la mili y la mujer ya podía ingresar en los ejércitos, pero sólo seguían siendo llamados a filas los hombres. La mujer podía ser soldado y cobrar por ello, pero no era llamada a filas, y si se alistaba estaba en compañía de soldados forzosos que no cobraban. En Hungría esta situación también se dio, y la mujer tampoco estuvo obligada a realizar el servicio militar ni siquiera desde el momento en que ya podía ingresar como profesional en las fuerzas armadas.

Una mínima equidad hubiese pedido que el reclutado forzoso cobrase desde el momento que coexistía con alistados voluntarios. Y desde que se puso fecha al fin de la mili, también hubiese sido de justicia que la carga del reclutamiento forzoso se repartiese, en alguna medida, con las mujeres, ya que en este punto estas podían alistarse. Nada de eso pasó y los últimos soldados de reemplazo obligatorio (nacidos en 1982) fueron unos abnegados que cumplieron gratis con su deber; cuando además podían fácilmente haberse librado por objeción de conciencia, una opción que en ese entonces no hacía falta demostrar y por la que ya nadie era llamado a cumplir ninguna prestación social substitutoria.

Si en España el último llamamiento forzoso fue el del 2001, en Hungría el servicio militar desapareció poco después, a finales de 2004; y al igual que en España existe la figura del reservista voluntario, que es como el antiguo servicio militar pero voluntario y retribuido. Otra semejanza entre los dos países es que en los últimos años de servicio obligatorio, este se había reducido a 9 meses, y que tanto en Hungría como en España coexistieron en esos años el soldado forzoso con el profesional.

Al tratamiento del tema, que ya comencé en mi articulo del número anterior de El Quincenal titulado “Los otros voluntarios”, ahora agrego una nueva divagación, la de la “la mujer guerrera”. Como ya comenté al comienzo del artículo, es interesante el contraste y la coincidencia temporal entre la reivindicación femenina por poder ser militar y la del varón por terminar con el servicio militar. Fue un tiempo en que lo trasgresor, innovador, rompedor era oponerse a ser, si se era varón; y querer ser, si se era mujer. La contradicción terminaba solucionándose con un servicio militar de género en el cual la mujer se insertaba pacíficamente como militar no combatiente, una forma llena de eufemismos y silencios legales.

El título del artículo me lo ha inspirado el de la antropóloga francesa Françoise Héritier, “La sangre del guerrero y la sangre de la mujer”; y aunque su contenido no se corresponde exactamente con el tema de este artículo, sí contrasta lo que llamaríamos la opinión generalizada y académica con una visión diferente de la misma.

Dice Héritier, en otro de sus libros, “Masculino / Femenino” (editorial Ariel 1996), que salvo en la cuestión de la fecundidad, “las aptitudes concretas que componen los retratos de la masculinidad y la feminidad según las sociedades, y que se consideran justifican el dominio de un sexo sobre otro, son un producto de la educación, y por tanto de la ideología”.

Ante esta aseveración tajante y unicausal, la cuestión pudiera ser plantearse si vale la pena matizarla o rechazarla, considerando que en la desigualdad del trabajo, o posición hombre / mujer no sólo caben razones culturales sino también biológicas y/o psicológicas.

En este sentido, la breve obra del norteamericano Kingsley Browne, “Trabajos distintos. Una aproximación evolucionista a las mujeres en el trabajo” –1998-, y traducida al castellano en 2000, (editorial Crítica), incide en el punto de vista de que las diferencias en el mercado de trabajo entre el hombre y la mujer también son biológicas, fruto de la evolución de los sexos. De esta manera, el autor enmienda el discurso actualmente preponderante de que el comportamiento humano es, en buena medida, independiente de la biología, diciendo que por el contrario esta última tiene más influencia de lo que se piensa.

La existencia de factores sociales o culturales no excluye automáticamente la de factores biológicos, en cambio el debate actual en el trabajo hombre/mujer parte de la premisa de que los dos sexos son temperamentalmente idénticos. Tampoco pretende el autor que se apele a la naturaleza biológica humana como subterfugio para el mantenimiento del status quo del varón.

Una de las diferencias que apunta Browne, es que el temperamento es la agresividad en un sentido amplio, no sólo física. Agrega que es propia de los hombres y de ello dan muestras las estadísticas criminales, la típica y competitiva masculinidad y la tendencia a riesgos, físicos y sociales.

Los deportes de riesgo aunque no exijan fuerza física son hegemónicos de los hombres. Un ejemplo es la distinta forma de conducir un coche, o los universales de la caza y la guerra. En la evolución, el hombre ha podido aumentar su éxito reproductivo mediante la bravuconada, uno de los comportamientos que favorecen la selección natural; en cambio, para las mujeres, la evitación del riesgo ha sido la estrategia de mayor éxito, tal como se ve en la crianza y el cuidado de enfermos y achacosos percibido universalmente como más apto para la mujer.

Ahora bien, aceptado más o menos pacíficamente que haya esos distintos temperamentos, el problema es dilucidar si ello responde a la socialización o tienen un fundamento biológico. El autor apunta tres razones que avalan explicaciones biológicas a ese comportamiento: 1) genéticas, que se derivan de la transmisión hereditaria de los rasgos de la personalidad; 2) de hormonas sexuales y su efecto en los comportamientos; y 3) antropológicas, al observarse algunas universalidades interculturales en las diferencias sexuales que son de difícil explicación acudiendo al simple argumento de la invención paralela, y que indican ciertos elementos subyacentes en la psique humana.

Browne incide, varias veces, en lamentar que la carga de la prueba corresponda siempre a quien hace afirmaciones biológicas, y aporta un ejemplo estudiado antropológicamente que le sirve para demostrar su postura. Se trata del estudio de los kibbutz israelitas hecho por Lionel Tiger y Joseph Shepher. En él se expone que teniendo aquellos la pretensión de liberar a la mujer de lo doméstico, creando incluso una socialización colectiva de los cuidados maternos, fueron evolucionando en una vuelta a los tradicionales roles sexuales que se habían pretendido erradicar; no rechazando la igualdad, pero sí encontrando aquellos roles más satisfactorios.

Tampoco se quiere decir con lo anterior que dar cabida a una perspectiva biológica compela a rechazar las políticas igualitarias que no tienen en cuentan dichas perspectivas, pero sí a preguntarse, al menos, si conviene tenerlas en cuenta, sin olvidar que el hacerlo supone tal vez una discriminación positiva para la mujer.

Las fuerzas armadas es un ámbito interesante donde observar la integración e igualdad de la mujer por dedicarse aquellas a una actividad tradicionalmente masculina y por concurrir en dicha actividad unas exigencias biológicas o físicas ajenas también a la caracterización tradicional de lo femenino.

Sorprendentemente a pesar de haberse posibilitado el acceso de la mujer al ejército en tiempo reciente, al final de los años 80 en España y en 1994 en Hungría, ambos países se han puesto a la cabeza de dicha integración de forma cualitativa y cuantitativa. Cualitativamente porque desde 1999 ya no existen limitaciones en cuanto a los puestos que las mujeres pueden desempeñar, habiéndose suprimido las prohibiciones de pertenencia a las unidades más combativas, o de más problemática convivencia como era la de un submarino. Estas limitaciones sí subsisten en otros países, como por ejemplo en Francia para la Legión Extranjera, en Reino Unido para los Royal Marines y en EEUU para las unidades especiales y los combates de primera línea.

Cuantitativamente España es el país de Europa con mayor porcentaje de mujeres en el ejército (13,5%, seguido de Francia con el 12,8 y Reino Unido 9,0; superándonos más allá del océano por EEUU con el 15,05 y Canadá con el 16,09 % de mujeres). En Hungría, según cifras de 2002, la mujer representa el 6,4 % de las fuerzas armadas, 3017 mujeres, y al igual que en España no tienen limitación para puestos de combate ni una distinta baremación en la exigencia de aptitudes.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre el tema, pudiendo entenderse que la jurisprudencia del mismo no impide que un país excluya a la mujer para puestos de combate, pero sí que ve una discriminación contraria a las políticas de igualdad que la exclusión sea general, con formulas para todo servicio de armas, como fue el pronunciamiento en el asunto de la alemana Tania Kreil, c-285/98, en el que se apreció una política contraria a la igualdad, por tener una cláusula general de exclusión de la mujer para las armas, que redundaba en una exclusión generalizada.

Caso distinto es el de la inglesa Sirdar c-273-1997, en que pretendiendo ésta ser soldado cocinera en los Royal Marines, no se le admitió en razón a la exclusión de la mujer para ese cuerpo, lo cual se considera como excepción admisible por tener la exclusión, concreción o especificidad y no por ser una cláusula general como en el caso de Tania Kreil.

Respecto a cuerpos y especialidades no combatientes, parece haber pues una unidad de criterio. El problema es la exclusión o no de la mujer de los actos de combate más directos y no preparatorios, auxiliares o posteriores al mismo. La prueba de esta polémica es la exclusión de la mujer en esas acciones, incluso en países con más antigüedad en admitir a la mujer como es el caso de Francia. Exclusiones que como he mostrado han superado más de un recurso ante tribunales internacionales.

Y es que ya no se trata de que la mujer sea objetivamente o no capaz de matar o de morir, se trata de la repugnancia ética y estética que puede producir (o produce) el que quien da la vida, la quite o se le quite. La cuestión es no sólo que la mujer sea apta para clavar la bayoneta, sino de ser capaces de clavársela a ella. ¿Es esta repugnancia razón suficiente para que se tenga en cuenta en las políticas de defensa, excluyendo a la mujer del combate? Para otros países parece ser que sí, aunque los subterfugios argumentales no sean estos, al menos explícitamente, y se recurra, como es en el caso inglés que hemos comentado, a expresiones vagas como “garantizar la eficacia del combate”, pero sin explicar en que consiste la pérdida de la misma por la presencia de la mujer en las fuerzas de asalto.

Al fin y al cabo, en la Antígona de Sófocles se vislumbra esta repugnancia a dar muerte a la mujer cuando Creonte expresamente evita que se de muerte a la heroína y dispone que se la deje morir encerrada. Tampoco creo que eso sea misoginia, lo digo porque el filósofo Fernando Savater en “La tarea del héroe”califica de “explícita misoginia en el culto heroico” la anécdota del escritor Yukio Mishima que coleccionaba en su juventud imágenes triunfales de todas las culturas, rompiendo la de la heroica Juana de Arco cuando alguien le comentó que no era, como él creía, un joven héroe franco.

En Hungría y España, que no existen esas restricciones, al menos se ha mantenido la coherencia de mantener los perfiles psicofísicos de idoneidad para el puesto, con independencia del sexo del aspirante, Porque lo que desde luego no garantizaría la eficacia en el combate serían unos perfiles físicos distintos en que las exigencias o aptitudes exigibles variaran por sexos, aunque nadie puede con ello exigir al hombre que altere su percepción de la feminidad.

Esa radical igualdad de los sexos puede haber sido, de alguna forma, la favorecedora de la falta de respeto al cuerpo de la mujer, que provoca tanto crimen doméstico. Porque lo que la igualdad de los sexos no puede cambiar es que el hombre sea más fuerte y más violento; el bruto, invitado también a la fiesta de la igualdad. Sin darnos cuenta, se ha inhibido el respeto a lo femenino.

De cualquier manera, Héritier con sus referencias a que el hombre derrama su sangre y la ajena, y la mujer da la vida, termina dando una velada alusión al origen biológico de la diferencia: “Acaso en esa diferencia (refiriéndose a lo anterior de la sangre) radique el resorte fundamental de todo el trabajo simbólico vinculado a los orígenes sobre la relación de los sexos”.

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