viernes, marzo 10, 2006

Viaje al Carnaval de Mohács

por Sebastián Santos



La vida y las iniciativas culturales de Budapest son intensas y para quien, como yo, está todo el día cucaracheando: interminables. Y no quiero decir que me prive del circuito artístico de la ciudad, sino más bien que no llego a la fase de selección. Lo mío es el turismo fisiológico, ese que me lleva por "serendipity" a ir descubriendo y metiéndome a la espalda cosas de lo más variopintas. La composición final es interesantísima. Soy un ciego amante de la sorpresa, de lo ecléctico y de la variedad más radical.
Surge una fiesta en una galería para festejar la vuelta de un taller de fotografía en Transilvania, una visitante cubana deseosa de conocer y comparar el pasado soviético de Hungría, una salida con la escuela a la “Casa del futuro”, exposiciones de amigos, amigos que quieren invertir en cuadros y terminamos visitando galerías en el barrio de El Castillo, o el simple cartel de la calle Semmelweis que me obliga a buscar el museo que lleva su nombre, perseguido por los recuerdos de mis estudios en la universidad.

He visto algo de lo que he llamado “Circuito de exposiciones de Budapest”. Lo he visto sin timón ni timonel y por ello no puedo dar una opinión orgánica, pero si bien tengo la sensación de estar viviendo en una ciudad con una importante movida artística, también he de decir que esta movida no sorprende, salvo en contadas excepciones, como por ejemplo la obra de Brezina. He visto pocas cosas que me hayan cacheteado, casi nada con lo cual se me haya partido la cabeza. Sí, energía, ganas y mucha bohemia. Y algo de la búsqueda, del olorcillo, que viví en los ’80 en Buenos Aires.

Y en esta ocasión quise aprovechar el tema de este número de El Quincenal para escribir sobre la fiesta de Carnaval que se organizó el pasado viernes 24 de febrero en la galería Mai Manó* . No hubo muchas explicaciones, solo que había que llegar sobre las 6 de la tarde....todo empieza tan temprano en este país....y llegar combinando el rojo y el negro. A mi me sonó claramente a Frente Sandinista y hubiese preferido, para ir más a tono con la época que nos toca vivir, ir de naranja y rosa, que serían, hasta donde he entendido, los colores representativos de los dos partidos mayoritarios en Hungría; uno aprovechando el oleaje que despertó la victoria nacionalista en Ucrania, y el otro festejando los progresos de las nuevas tecnologías de mano del monopolio telefónico.

El caso es que ni una cosa ni la otra, porque nada más llegar, en tertulia, a las puertas de la galería (un sitio precioso, de techos altos y toque principio de siglo), la banda, con la que pensábamos abordar el sitio, suspendió. Hasta muy entrada la noche y después de surtirnos de un buen litrerío de vinos calientes me enteré que no entramos por falta de afinidad con la organizadora del evento, una tal Katalin Baricz, un personaje del mundo de la fotografía, muy bien relacionada y un tanto snob y plástica, que diría Ruben Blades.

En el Szimpla Kert** , un antro amplio, colorido y cálido, similar en estilo a esos garitos modernosos del Raval de Barcelona, donde se reedita en colores la decadencia alrededor de la figura del sofá, yo seguí en mis trece e insistí con mi tour artístico. Rápidamente aparecieron en la mesa varios ejemplares de la Pesti Est, una revista de distribución gratuita con buena parte de la movida artística de la ciudad, y quedamos para el día siguiente en una de las tantas hermosas cafeterías de la ciudad para hacernos con un café y una pastita y para definir por dónde empezaríamos el paseo.

Sobre el mediodía del día siguiente estábamos discutiendo dónde ir entre pasteles de frutas, compactos mazacotes de chocolate y montañas de nata en espiral . Y ahí empezamos a hilvanar intereses y coincidencias. Todos antropólogos, un amiguete que trabaja en el Museo Etnográfico y una charla en flash back de la biblioteca del Instituto Cervantes con unos guiris que querían ir al Carnaval de Mohács, nos llevó de cabeza a la exposición sobre el Carnaval de Mohács del Museo Etnográfico.

Bus, metro y en un plis estábamos frente al Museo. De golpe todo se había acelerado. Mi romántica y mediterránea idea de pasear de museo en museo durante todo el día, dejando correr las palabras, enroscando reflexiones absurdas, se estaba complicando; sobretodo por el secuestro, al menos para mi inesperado, del astro rey. Hacía frío, caía una persistente llovizna y los edificios y el paisaje estaban encapotados como en un sueño.
Pero aunque puede que a mi eso me cohíba, en estos pagos el clima no es ningún impedimento.

El Museo de Etnografía es un majestuoso edificio de finales del XIX, de la quinta del Parlamento y del Ministerio de Agricultura. Es una lástima que semejante palacio esté tan poco aprovechado. El lugar estaba vacío y frío. Todavía me pregunto para qué dejé el abrigo en el guardarropía. Y los dorados, los grandes frisos, las escaleras hacia ninguna parte y los techos intocables no hacían más que transmitir un chirimí melancólico. El lugar se presentaba imponente, solemne y sobre todas las cosas: tradicional, pesado y asfixiante.
Ya había estado en alguna otra ocasión para visitar la exposición permanente, obligado por mi profesión de antropólogo, y la opinión no había cambiado gran cosa. Aquí la etnografía se agarra al pasado como a un clavo ardiendo y no parece dispuesta a construir un nuevo imaginario, y mucho menos a salirse de los cánones clásicos de la disciplina. Una típica oda al folclore del siglo XIX, sujeta al murmullo de los ladrillos fundadores.
Pero al margen de esta apreciación poco halagüeña, el personal del museo resultó encantador. Era como estar en casa con unos viejos parientes. El del guardarropía ligando sin ningún tapujo, el de la taquilla intercalando un inmenso bocadillo a cada una de nuestras preguntas sobre precios, horarios y festivales, y la señora de la exposición afanada en terminar una enciclopédica revista de crucigramas. Divinos: amigables, atentos, charlatanes.
Puntualmente hubo tres datos interesantes. El primero que nos aceptaron los carnés de estudiante españoles para hacernos el descuento correspondiente. Lo segundo, que nos comentaron que el domingo siguiente, domingo 5 de marzo, sería el Día del Museo, y por ende habría un día de programación especial, al parecer muy interesante. No supieron decirnos más, nos remitieron a la web. Y por último, encontramos la programación del Festival de Primavera. Quién sabe si iremos a ver alguna cosa, pero le echaremos una ojeada, a ver si es cierto que los precios se escapan por bulerías al poder adquisitivo húngaro.

Y llegamos a la exposición: “Poklada”. El título ya es todo un detalle porque han utilizado la palabra original en croata y no la versión húngara, que también aparece, pero en letras pequeñas: “busójárás”. La presentación es del todo pertinente porque esta fiesta carnavalesca fue parida por los sokac, un grupo croata inmigrado al sur de Hungría en el siglo XVI escapando del avance de los turcos.
Mi sorpresa viene porque en general percibo, en distintos medios, una fuerte actitud nacionalista que minimiza la variedad étnica o nacional, haciendo del conjunto húngaro un todo rígido, que a la hora de encontrar diferencias opta por partirse y dejar de banda al grupo que toque, descartándolos como no-húngaros, aunque residentes en el mismo territorio. Digamos que es el típico caso del pueblo gitano.
Pero aquí era diferente. El famoso carnaval húngaro se jacta de su diversidad cultural y su origen croata. Nada más entrar se pueden ver un par de vídeos, uno más moderno que el otro (1955-1996)*** donde explican la importancia de la presencia de los grupos serbio, croata, polaco y alemán en la Poklada.
Tal vez este alarde de diversidad se vio compensado por la delicada miniaturización de la exposición. No llegué a pedir más, debo decirlo, pero apenas un pasillo estrecho fue poca cosa.
A la entrada, como dije, había una televisión donde se podían ver los dos vídeos (unos 20 minutos). A continuación, a la derecha, en vitrinas, había diferentes objetos típicos: máscaras, muñecos, instrumentos, armas y regalos. A la izquierda, una serie de maniquíes vestidos para la ocasión y tocando algún instrumento.
Yo quedé encantado con la “duda”, un tipo de gaita similar a las que se usan en Galicia. De hecho la Poklada me hizo recordar, por las máscaras, la irreverencia y el toque satánico, al entroido de Ourense y por el fuego y la quema al de Berga en Cataluña.
No soy ni mucho menos un especialista en el tema, pero más que las diferencias me gusta encontrar puntos en común entre una y otra punta de la Europa Comunitaria.

Pasamos un rato agradable, devorándolo todo, apasionados con cada una de las lecturas, que sin ser muchas nos bastaban.

Para terminar la jornada de exposiciones nos cruzamos al Parlamento, después de comer "rico-rico" a pocos metros del Museo. Esperamos bajo la lluvia estoicamente junto con una manada de alemanes, polacos y demás buitres que como nosotros necesitaban “ver” y a continuación hicimos una visita ritual de apenas 15 minutos (sin contar el arco de controles, claro).
Suntuosidad y abulia, nada que contar.
Lo que sí fue interesante y hasta cierto punto memorable, fue que no tuve que pagar y que por primera vez aparecí reflejado en un papel, en este caso el ticket de la entrada, como húngaro. Los ciudadanos de la Unión Europea no pagan entrada y reciben la automáticamente el registro de húngaros.

El día no acabó sin otro café y unas pastas achocolatadas con nombre alemán.

*Nagymezõ utca 20. Budapest VI.
**Kazinczy u. 14. Budapest VII.
***Füredi Zoltán (1993-1996) “Busók Mohács”. ELTE Kulturális Antropológia Tanszék; Raffay Anna, Szõts István (1955) “Busójárás Mohácson”. Museo de Etnografía de Budapest.

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