miércoles, abril 11, 2007

Espacios para olvidar: el espacio concentracionario

por Ricardo Izquierdo Grima

El espacio es probablemente una realidad más difícil de aprehender que la noción de territorio, que casi implica por sí misma unas coordenadas o una localización, o por decirlo de otra manera, una realidad física o geográfica. El espacio, en cambio, admite una noción del más allá, onírica e incluso virtual.

Reparemos en una u otra noción tan próximas y que mutuamente se alimentan (espacio / territorio). Lo cierto es que ambas, pero más el espacio, admiten una visión poliédrica, ya que en todo caso la referencia al Espacio parece que obliga a fijar también la coordenada Tiempo. El juego de ambos da de sí para lanzarse a muchas elucubraciones.

Un enfoque que creo puede verse del espacio es aquel en que el mismo se convierte en el claustro del horror, y no me refiero al claro y acotado caso del mundo carcelario, sino al espacio opresivo, no reducido a unos muros, sino al gueto, al barrio, a la ciudad o al país. Abundan mucho en la literatura esas narraciones opresivas y asfixiantes en que los protagonistas están atados y adscritos forzosamente a un espacio, no necesariamente carcelario, pero que funciona como un gran campo de concentración. Unas veces quieren salir y no pueden, y otras, queriendo permanecer en su solar, son expulsados de sus casas, sus ciudades y finalmente deportados de su país.

En realidad sólo pensamos en la libertad ambulatoria cuando carecemos de ella, y seguramente será la primera libertad del humano y la única del animal. Decimos "recobró la libertad", y queremos decir con ello que recobró la libertad ambulatoria, es decir, que volvió a poder ir de aquí para allá, o no ir a ningún lado.

Me viene a la memoria más de un libro húngaro muy a propósito de esta sensación del espacio como ámbito de atadura o reclusión, o de lo contrario, de expulsión de él. Algunos son claramente concentracionarios. Por ejemplo "Sin destino", de nuestro Nóbel Imre Kertész; o más aún "Guarniciones en Siberia", de Rodion Markovits, publicado en español en 1931 por la editorial Mundial; o incluso el de Ferenc Imrey, "Sangre y nieve", publicado en español por la editorial Aguilar en 1930, estos dos últimos referidos a los prisioneros de guerra húngaros de la I Guerra Mundial.

Pero la idea concentracionaria de espacio opresivo sin necesidad de un espacio edificado, vallado, campo o lager creo que se trasmite especialmente bien en "El distrito Sinistra" de Ádam Bodor (editorial Acantilado, 2003) y más aún en "Nueve maletas", de Béla Zsolt (editorial Taurus, 2003). Toda la obra representa el prólogo, o los preparativos, hacia el campo de concentración, por lo que tu ciudad y tu país, de donde vas a ser expulsado, se convierten en el vestíbulo del exterminio. Así, la obra, con magistral claridad, transmite al lector una subjetiva dualidad espacial; en la que un mismo espacio, una misma ciudad, es escenario de libertad y normalidad para unos y escenario de preparación del horror para otros, que hasta hace poco disfrutaban de esa misma y ahora opuesta percepción de libertad.

Esa dualidad o interferencia espacial produce un contraste que desasosiega todavía más al lector, mucho más que en el caso de un único escenario concentracionario para todos igual como sería el caso de "Guarniciones en Siberia" o de "Sangre y nieve". Lo terrible del gueto es que tu ciudad, tu espacio, se convierte en un espacio concentracionario. Pero en estas dos últimas obras, el espacio concentracionario está lejos, en otro país, en territorio enemigo, por lo que en este segundo tratamiento siempre cabe añorar tu país, tu ciudad, tu espacio habitual, como ámbitos y escenarios de la libertad, que aún existe y aún se puede recuperar.

¿Pero qué evocación y ensueño cabe hacer si tu espacio de siempre, por reclusión o expulsión, es el opresivo? Un repaso de la obra de Zsolt nos hará sentir esa contraposición o coexistencia en un mismo espacio. Espacio del que sufre la persecución, del que la promueve, del que la consiente y del que la observa horrorizado. El relato del húngaro Béla Zsolt no pretende ser un cuadro de horrores y de masacre, la historia que narra, y en la que se evidencia el carácter autobiográfico, es la historia de su país en aquellos años, y es la historia de su autor en ese contexto. La excusa o pretexto de la narración es el genocidio, que viene compuesta de relatos, que por su peso y extensión dejan de ser anecdóticos para formar parte importante de la historia.

La obra, siendo literatura del holocausto, es más que eso. No desaparece en ningún momento la tensión dramática que el lector siente ante la partida hacia el campo de exterminio, que se espera de un momento a otro. La deportación expectante se mantiene toda la obra, ya que no se realiza de una sola vez, sino en 4 ó 5 veces, hasta completar todos los judíos de Nagyvarad. La historia parte ya del internamiento en el gueto a la espera de la deportación; y son las vicisitudes diarias las que el autor va narrando, así como hechos anteriores que nuestro protagonista va contando a otro interno, antecedentes de lo que está pasando, y que se refieren en gran parte a su etapa de trabajador forzado en Ucrania, en esa misma guerra.

Como en muchos relatos autobiográficos el narrador no repara en todos los eslabones del iter narrativo que al lector le asaltan. Pudiera pensarse que la obra está inacabada. De hecho el autor enfermó antes de la publicación completa de las entregas y ya nunca se recuperó. La obra sufrió así un brusco final.

No sabemos pues si Zsolt hubiese continuado la narración, lo más probable es que sí, sea como fuere, en lo escrito y publicado se advierte enseguida la ausencia de explicaciones esenciales, omitidas adrede por el autor. A saber: el episodio por el que de nuevo fueron apresados él y su mujer tras escapar del gueto y huir a Budapest, y las circunstancias de como después de ser finalmente deportados, no lo son a un campo de exterminio y son evacuados por los propios miembros de las SS a Suiza. ¿Se debió al pago de rescate? No sabemos si a esto o a su condición de intelectual.

La suerte que padecieron algunas comunidades judías durante el holocausto tuvo mayor carga de dramatismo y de pérdida de identidad y desarraigo en aquellas poblaciones, cuyos gobiernos fueron aliados de la Alemania hitleriana. Al dolor de la persecución habían de sumar el de ver que su propio país-espacio no era un mero territorio ocupado y sometido, sino que participaba como aliado de esa política de exterminio, minados de partidos políticos que compartían el ideario genocida.

Es la perdida de identidad con el propio país-espacio, en la que el perseguido, exhausto de tanta persecución, y desolado por la masacre de bebés y ancianas judías exclama: "¿Cómo puedo yo creer todavía en este país.?", término éste que no tiene poca enjundia pues no se reduce solo a un gobierno, se refiere más a todo un pueblo, a una nación; a un espacio más que a un gobierno de turno, como si los perseguidores fuesen todo el país, encabezados por el gobierno, y el país-espacio fuese cómplice del holocausto.

Pero es también el perseguidor, o su cómplice, el que niega su pertenencia al pueblo-espacio, como se ve en ese pasaje en que se encuentra con un conocido, cruz flechada, y éste habla al protagonista diciendo "...nosotros los húngaros..." Esa identidad de la víctima tiene claramente una vertiente espacial-territorial de afección a un suelo, "quiero irme a casa", le dice la esposa cuando estando en Francia estalla la guerra, "..yo soy una dama de la burguesía y mis padres y mi hija están allí." Es un atavismo de reagrupamiento en el espacio familiar que de nuevo se ve más adelante cuando nuestro narrador puede aún huir de casa para ponerse a salvo, pero suelta a su familia un "no me voy", "no te imaginarás que voy a abandonaros a todos justamente ahora".

Permanencia en la unión, que el propio autor consideraba peligrosa, sabiendo que más de una familia había caído así al completo. Permanecía junto a ella no por amor sino por el principio de no abandonarla en situación de peligro y "de estar juntos en medio de la tragedia que nos esperaba".

Y más dramático aún resulta la desesperación en la que cae la esposa cuando habiendo eludido ella la deportación, pero no la de su hija y de sus padres, exigía que la metiesen en un " tren y la llevasen con su familia".El Estado les ha traicionado, "es como si mi madre me hubiese echado veneno", "pero seguía siendo incapaz de cambiar mi patria por otra".

El autor tiene un alcance particular en la extensión de la identidad con otras víctimas, y para él son "miembros de mi tribu" los que viajan conmigo, los que se encuentran conmigo en una misma situación y los que comparten mi destino.

Víctimas y verdugos, genocidas y masacrados; no son los únicos personajes del drama, hay más, esa masa gris, egoísta y envidiosa que aplaude o calla ante el desfile de los deportados, las variables damas de la ciudad que envidiaban a las judías.

Luego están los que, sin ser masacrados, abominan la masacre pero no son objeto de la misma. Alzan la voz sin éxito y son acallados; o con gestos de solidaridad levantan el ánimo de los internos del gueto; como ese personaje que lanza pequeñas ofrendas a su interior; o de ese otro que discute con el indeseable herrero, uniformado todo el día de cruz flechada, y que en su puesto frente al gueto vigila que nadie se acerque, respondiendo que a él nadie le da lecciones de patriotismo o cristianismo.

Y por supuesto, los médicos del gueto, cómplices de la simulación de la enfermedad de nuestros protagonistas para conseguir aplazar la deportación y finalmente escapar. En este cuarto grupo de personajes está el funcionario leal a su trabajo, que si bien parece solidario con los perseguidos, lo es ante todo con la legalidad que representa y que quiere hacer cumplir. Es ese funcionario del Registro Civil empeñado en registrar los fallecimientos del gueto, que recurre al alcalde para salvar una función, sin darse cuenta que ya la barbarie la ha destruido.

La persecución lleva a una progresiva pérdida de los rasgos de identidad espacial de las víctimas, "...no teníamos patria, no teníamos ni casa, ni dirección postal, no teníamos ninguna pertenencia en absoluto. Nosotros ya no tenemos ni nombre, moriremos con nombres prestados."

Un aspecto de deshumanización de la víctima en su esfera más espacial se ve, cuando el perseguido, al que en un gesto de piedad el guardián le anima a huir tras realizar el enterramiento de cadáveres, escapa pero vuelve sobre sus pasos y regresa a la columna de prisioneros para volver al gueto. Los episodios de arrepentimiento de una libertad esbozada el autor los relata también al referirse al tiempo de trabajador forzado en Ucrania y que en acertadísima metáfora describe: "El perro, cuando su dueño le pega, se escapa de su casa, pero aunque llegue al bosque, no se queda allí por más que sus antepasados fueran los lobos. El perro vuelve a su casa, con la esperanza de que no le vayan a pegar demasiado, de que lo vuelvan a atar a su cadena y de que le den un hueso para roer".

El proceso de deshumanización de las víctimas tiene un leve punto de inflexión en el malestar de la población restante, que empieza a horrorizarse ante el comienzo de las deportaciones. A esa población no judía les bastaba con ver expulsar a los judíos de sus casas, de sus trabajos y de la vida pública, pero la deportación, de donde seguramente no volverían, era demasiado.

¿Arrepentimiento o miedo a tener que rendir cuentas? Parece que las dos cosas, ya que las deportaciones que se comentan datan de mediados de 1944, fecha en la que ya en Hungría se veía perdida la guerra y una cercana invasión aliada, fundamentalmente rusa.

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