por Sebastián Santos
Hay todo un tinglado de elementos que automáticamente relacionan e identifican a su portador con la modernidad. El fenómeno de la globalización es el que va marcando los parámetros de ese variable aunque progresivo concepto. De ahí que, repartidos por el globo, uno puede encontrarse con reductos más o menos grandes de modernidad. Se trata básicamente de una cuestión estética, que valora el envoltorio sobre el contenido.
En Budapest ese lugar intercambiable de la aldea global se llama, entre otros, Millenáris Park. Un recinto abierto e impecable, verde y radiante; oculto más allá del ruido de los tranvías y detrás de un gran centro comercial. Si en el resto de buena parte de los espacios verdes de Budapest es hasta desagradable sentarse a contemplarla por el olor a meado y por las bandas de indigentes que los inundan; aquí en este borde de Buda, da gusto. Con los primeros rayos de sol los parques, que pululan entre los edificios del complejo cultural, se llenan de adolescentes despatarrados charlando despreocupados, bebiendo o fumando. Son todos regimiento de la modernidad y van disfrazados como cualquier otro burgués capitalista con el diseño y los colores de moda. A la noche también es parada obligada para más de un joven de familia bien y presupuesto restringido y no es raro ver como avanzan en cuadrillas hacia el parque del milenio cargados de cervezas.
Es como una maqueta de los Sims en vivo y en directo. A todo color.
La estética de lo moderno se apuntala en cuatro pilares básicos: un tipo de música, algunas películas claves, unos específicos temas de conversación, y una concreta concepción del futuro, de la que la investigación espacial es pieza clave. Y no es casualidad, ni tampoco se trata de un universal, aquello de la innata curiosidad por el cielo y más allá. Me atrevo a decir que el consenso global en apoyo de las iniciativas espaciales esconde la imperiosa necesidad del Capitalismo de desviar las ganancias que no puede reinvertir en un sistema saturado. Indudablemente La Guerra de las Galaxias es una opción mucho más progresista que las simples, absurdas y mortíferas guerras, que al fin y al cabo cumplen la misma función sistémica de recrear el juego, pero haciendo un “reset”.
Por supuesto Hungría no es diferente, y al llegar al parque, lo primero que uno se encuentra son unos carteles gigantes que dicen “Saturno”. Pasado el Señor de los Anillos, por conservar el hilo de las películas famosas, y siguiendo un recorrido que lleva en zig-zag, entre edificios y pequeños lagos artificiales, se llega a la Casa del Futuro. Fiel a la concepción globalizada del universo como destino final de la plusvalía, lo primero que aparece ante los ojos del visitante es una exquisita réplica del Mars Pathfinder.
Lamentablemente durante los últimos meses no hubo exposiciones relevantes en la Jövő Háza. Recién ahora, en abril, se espera un nuevo ciclo que, por supuesto, una vez más, tendrá como protagonista el espacio.
No demás está decir que la información que aparece en la página web de la Casa del Futuro no se corresponde con la realidad, al menos en lo que respecta al apartado “universo”. Las dos exposiciones ubicadas en el exterior (viaje planetario y examen espacial) están literalmente inoperantes y la de la segunda planta, aquella de la Expedición a Marte, me parece que desde septiembre ya no está.
De cualquier modo, cuando tuve oportunidad de ver el centro en todo su esplendor, meses atrás, (ahora ha perdido algo de aquel glamour, es verdad) me sorprendí y disfruté, y asimismo los niños que me acompañaron. En la misma línea del discurso anterior, el de la homogeneidad modernosa, se trató de un recreo terroríficamente igual al que podríamos encontrar en el Museo de la Ciencia de Barcelona, ahora Cosmocaixa, en la Villette de París, en el Papalote de México DF o en el Museo Participativo de las Ciencias de Buenos Aires; por mencionar algunos del estilo por los que también me he paseado.
Recuerdo la experiencia ciertamente impactante porque me había acostumbrado a una Budapest algo más gris. Ahora, que por razones de trabajo pateo mucho más el área de Buda y además he perdido aquella curiosidad morbosa por lo “auténtico”, ya no me resulta tan “cuco”.
El paseo por los intestinos del museo se organiza alrededor del paradigma conocimiento-oscuridad, porque todo lo cubre una densa y oscura cortina de colores. No hay luz natural, y después de algún tiempo de deambular por ahí intentando probarlo todo, se agradece el mundo exterior como el agua de mayo.
La clave del museo es la sorpresa y funciona muy bien en las generaciones modernas porque festeja la hiperactividad. No hay profundidad, ni ésta se exige en ninguna de las actividades. El único ejercicio de perseverancia puede ser, si no es el docente quien ocupe caritativamente ese espacio, hacer la cola para alguna actividad “hit” donde haya que esperar.
Se trata de un espacio grande lleno de actividades, que por novedosas es de obligación probar. Pese a que en cada una de ellas hay un elegante cartel con las instrucciones, las causas y los posibles efectos secundarios, prácticamente nadie los lee y se puede ver, en cámara rápida, a varias decenas de niñas y niños corriendo cardíacos de una máquina a otra.
Con cierta organización se puede arrastrar el rebaño hasta alguna actividad cerrada, como por ejemplo los pases en el salón de actos o el entonces viaje a Marte. Pero son juegos en que los niños caen por sorpresa, seducidos por la novedad. Si supiesen lo aburrido que son, ni siquiera entrarían.
Todo esto pasa bajo una luz mortecina que termina por aturdirlos; y para rematar siempre hay alguna pantalla de ordenador a mano donde pueden "descansar" la vista hasta que se les revienten las pupilas. Es una extraña terapia contra la hiperactividad y los nuevos vicios modernos. O al revés: se trata de una gran ovación al estrés electrónico y lo noctámbulo.
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